Estaba él sentado, esperando sin saber qué. El parque le acompañaba, con su viento, sus hojas, su desolación. Hasta los perros se olvidaron de ir a husmear la basura. Parecía el mundo entero girar alrededor del hombre.
Había decidido usar corbata y pantalón gris para verse distinguido, sombrero verde entre los dedos para darse un toque humorístico, y tendido a su lado, paciente, un chaquetón en vez de saco, quizá para no parecer viejo. Respiraba lento, mirando a ambos lados, manteniendo el rostro apacible, seguro que lo esperado aparecería pronto.
-Ella vendrá.- decía. Quién sería “ella”, ni él mismo estaba seguro. Sólo sabía, que al terminar la jornada laboral había tenido un presagio: debía esperar en alguna banca del parque, algo, no sabía qué. Supuso que con tal ambientación la espera traería una mujer, esa que ansiaba desde hacía tanto tiempo.
Hasta la imaginaba: natural, alegre, con tacones resonando en las piedras, o sin tacones, usaría mocasines; se reiría de la corbata y lo convencería de no volverla a usar nunca; notaría el sombrero, recordando noches de danzón y moriría por revivirlas con ese hombre de chaqueta tan juvenil ¡Qué bonita será! Y cómo la querrá él.
Hablaba en voz alta, con sus manos, sus pies, sin darse cuenta; pasaban las horas y nadie llegaba, sólo la noche.
Hizo frío y el hombre se puso el chaquetón. Su cara comenzaba a transformarse en melancolía, sin embargo seguía firme la intuición en su mente: algo tenía que ocurrir. Ya se sabe que los presagios suceden siempre por una razón, y bajo ninguna circunstancia se deben ignorar, aunque sólo causen la ruina.
El hombre empezó a preguntarse con timidez, si no estaría protagonizando una de tantas historias donde la espera se vuelve una vida. Qué aburrido, otra vez, uno más que se ilusiona en vano y lo único que llega es su triste final. Analizó detenidamente la posibilidad de abandonar su puesto y regresar al mundo real, donde los presagios no son más que fantasías de un viejo abandonado y triste o de una mujer de expectativas frustradas; quizá fuera una de esas la que vendría hoy a su encuentro.
Resoplando con cada vez más desesperación, consultando al cielo en busca de la hora, el hombre no se dio cuenta que alguien ya se había sentado a su lado. De repente sintió la tibieza de una respiración sobre sus manos. Se volteó, sorprendido: sobre su regazo había instalado medio cuerpo una gata amarilla y gorda que lo miraba con ojos entrecerrados. Gata de viuda, pensó el hombre.
Tomó al animal y lo alzó sobre su pecho, la gata comenzó a ronronear apoyando suavemente una de sus patas en la mejilla del hombre.
-¿Eres tú lo que vengo a buscar? ¿O vienes a esperar también?
Optó por lo segundo, dejó que la gata se sentara a su lado y aguardaron juntos; ésta, como si hubiera entendido la misión, paró las orejas y se puso a escrutar el parque.
Pasada otra hora, cayendo el ocaso en noche cerrada, el presagio del hombre comenzó a tornarse en sabia preocupación: No era prudente quedarse tanto tiempo y tan tarde en un lugar solitario; vaya, después de todo sabrá Dios cuánta gente descarrilada vendría a importunarle con asaltos, o incluso a hacer cosas raras en el refugio de la oscuridad. Además, quién sabe si a su mujer perfecta le gustarían los animales, quizá de ver a la gata se habría alejado sin siquiera dirigirle una mirada a él
El hombre miró a la gata con recelo, ésta dormía. Un prolongado suspiro del hombre la despertó. Los dos se miraron: ella con un maullido perezoso, el hombre con resignación. Arqueó las cejas y suspiró como rendido.-Bueno- dijo poniéndose de pie con la gata en brazos, -¿quién dice que esto no era un presagio? A lo mejor ni eres gata de viuda, quizá el viudo soy yo y tú eres la mujer que yo he estado anhelando, la mujer de mi vida que compartirá todo conmigo y me será fiel por el resto de sus días. Habrá que conseguirte tu cajita de arena
29 de octubre de 2005
Intuiciones
Charco de
Beatriz Pimentel
a la/s
1:41 a.m.
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Huellas y charquitos
17 de octubre de 2005
QUIMERAS
a tus manos tristes. porque se han convertido en hojas. |
Charco de
Beatriz Pimentel
a la/s
10:33 p.m.
4
Huellas y charquitos
15 de octubre de 2005
Guerra de pintura
El llanto borra mi rostro, |
Charco de
Beatriz Pimentel
a la/s
7:07 p.m.
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Huellas y charquitos
10 de octubre de 2005
Penosa urbanidad (en colaboración con Alfredo Carrera López)
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- ¡Pamela, apúrate que si no nos vamos ahorita ya no llegamos!Ay estos viajes en microbus... Nomás de pensar en el gentío parado impidiéndole a una el paso, los viejos con la mano esperando a ver qué agarra entre empujones; y el maldito calor. El animal metálico a grandes velocidades, sin importarle los que vienen y van dentro por las sacudidas. Terriblemente necesario irnos en ellos, otros medios son más lentos.Aunque lo peor es ir sentada. Casi parece montaña rusa, hasta termino con las nalgas hinchadas: de puro bache despegan varios centímetros para ir a rebotar violentamente en el asiento, azotando con los demás alrededor. Un camión sin amortiguadores, a punto de doblar una esquina, que vuelve a arrastrar dolorosamente el trasero. Deberían saber esos choferes de todos los diablos, que el cuerpo tampoco tiene amortiguadores para aguantar semejante licuadora humana. Pero en fin...¡Apúrate Pamela que se nos va el camión y tiene todavía dos asientos vacíos atrás!
Charco de
Beatriz Pimentel
a la/s
12:16 a.m.
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Huellas y charquitos
9 de octubre de 2005
VENTANAS (en colaboración con Alfredo Carrera López)

En toda mi casa hay ventanas. Las hay más en casa de mis abuelos y muchas más en casa de mi amigo Santiago. Todas están enmarcadas en madera de roble, con grandes barrotes de metal en cada hoja, tal vez para que los de afuera imaginen que somos prisioneros, o para que observen todo cuanto ocurre dentro. A mí me gustan las ventanas abiertas, no estas prisiones que simulan ser casas. A veces me da por sentirme demasiado enclaustrado, casi enloquecido recorro la casa a gran velocidad abriendo todas las ventanas. A Santiago le molesta mucho que haga esto, dice que su casa no es para correr, sino para estar y comer y dormir. Su madre se ríe de mis desplantes pero él se enoja. Yo creo que a Santiago no le gusta el aire exterior, piensa que los vidrios son parte de una muralla que protege celosamente lo que es suyo, sobretodo el viento de su propia respiración. Alguna vez me contó que cuando era pequeño, vivía en otra casa con ventanas grandes, se aventó tratando de coger un pájaro de plumas muy rojas. Ell ave levantó el vuelo pero Santiago ya estaba fuera del edificio, respirando vertiginosas bocanadas del aire que separaba su ventana de la tierra, tres pisos más abajo. Afortunadamente cayó sobre un lodazal, pero se rompió varios huesos. Dice su madre que por eso tienen ahora barrotes todas las ventanas, teme sobremanera otro accidente parecido; a pesar que Santiago tiene ahora más de 20 años. Yo entiendo el miedo a un accidente, pero me parece que existe otra razón más secreta para que Santiago se encierre así. En cambio, en mi casa es muy distinto: cuando empiezo a correr para abrir ventanas, mi madre grita corriendo tras de mí, cerrándolas todas de nuevo. Piensa que corro a suicidarme. No entiende que soy más feliz creyendo que los barrotes están por ella y no para mi resguardo. |
Charco de
Beatriz Pimentel
a la/s
11:26 p.m.
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Huellas y charquitos