Yo supongo, y me aferro a creer, que detrás de las letras existen otras noches, otras miradas, otras verdades disfrazadas de insomnio y ciego palpitar de teclas: De repente se siente el espasmo de inspiración y vértigo, que me apresura por una hoja en blanco, como quien busca una bolsa para vomitar un poema. C H A R C O S: enero 2007

31 de enero de 2007

Agua fría




Matilde sale ese día de su casa percatándose de que hace un poco más de frío que el día anterior; tan sólo unos grados que ya hacen menester buscar una bufanda. Un retraso para arrojarse al suelo y reír, absolutamente ridículos diez minutos ante los cuarenta que dejaba Matilde entre la hora de entrada del trabajo y su salida de casa.
Al trabajo entonces. Se atora en el hombro la bolsa para tomar con la mano el portafolio, repasa una vez más la presentación de proyectos que se dispone a dar frente a demás compañeros de trabajo; es lunes. En general nunca se pone nerviosa hablando en público, así que la situación no provoca la menor emoción en ella. Cada principio de semana es exactamente igual desde hace tiempo, a excepción de ligerísimos cambios de humor, de clima, de ropa, de gente que choca con ella y caras que llaman su atención, diminutas particularidades como hoy ha sido la bufanda en su cuello.
Al subir en el metro nota un aroma peculiar, no demora mucho en ignorarlo: a veces la rutina está demasiado arraigada y bloquea todo sentido de reacción ante la sorpresa. La ciudad está llena de variedades ¿porqué le prestaría atención justo ahora a un detalle tan necio como un aroma? Los lunes la ciudad se levanta temprano, muchos tienen prisa por llegar a algún sitio y por ser los afortunados en caber dentro del camión o, como en este caso, metro; cuando se abre la puerta y un mar de gente sale y otro mar entra, lo que menos importa es si alguien huele a perfume o a cebolla, la urgencia es, ante todo, entrar y poco a poco resignarse a que la idea de obtener un asiento es algo inútil. Así que mejor uno se dedica a hallar el segmento más cómodo de tubo de metal para apoyar un brazo y evitar caerse.
Matilde, después de medio minuto de entradas y salidas fugaces, logra sostenerse y encontrar el espacio que le corresponde dentro del vagón, casi en medio del pasillo, a escasos metros de la puerta. Su mente siempre se relaja en este trayecto de veinte minutos hasta su estación, puede darse el lujo de pensar tonterías, de imaginarse una rutina diferente, con otra vida; otra Matilde durante esos veinte minutos. Esta vez empieza por levantar la mirada: frente a ella hay una mujer medio dormida cargando una bolsa de pan y a su lado un hombre de traje leyendo el periódico (de esos, a esa hora, al menos hay tres en cada vagón). De repente vuelve el aroma, su mente está tranquila ahora para recibirlo y descartar su irrealidad. Hay tantas personas, tantos olores, ¿porqué precisamente uno le llega con esa intensidad?
Entonces se da cuenta que lo conoce, tan bien como se conoce el olor de la carne asada, de los elotes hervidos, de los jazmines por la noche; es un aroma que ella reconoce como parte de su propia vida. Es un perfume fresco como de cítrico y al mismo tiempo agradablemente pesado, característica de un perfume de hombre. La mujer que lleva el pan finalmente se despierta, pues Matilde no se ha dado cuenta que inmersa en su concentración la sigue mirando. Corrige su error y decide espiar por encima de sus hombros.
Lento su cuello gira hacia la derecha, la puerta por donde entró: Un par de mujeres jóvenes, un limosnero con una guitarra, un niño llorando en brazos de su madre, un grupo de estudiantes. Regresa a la mujer del pan con una leve sospecha sobre aquel perfume, ella no lo entiende pero su mente bloquea toda posibilidad de que esa sospecha se convierta en certidumbre, sin querer creer que la casualidad pueda ser tanta; sin embargo, empieza a sentir pequeños trazos de temor en su pecho. Con mayor decisión voltea hacia la izquierda, como si supiera exactamente hacia dónde voltear. Cerca de la otra puerta hay un hombre y una mujer besándose, con los ojos cerrados y perdidos en un mundo-burbuja en el que sólo caben ellos, sólo ellos entienden. Sus manos se acarician devotos el rostro, el cabello, los brazos, la espalda. Todo es lento, tremendamente dulce, tremendamente cierto.
Matilde no acierta a parpadear. El aroma que seguía pertenece al hombre que clava sus labios en el beso, alguien con quien ha vivido durante casi dos años. Ella misma le regaló el perfume, piensa, y al mismo tiempo descubre que no reconoce esos labios, ni esas manos, a ella nunca la ha tocado así; y poquísimos segundos después corrige su descubrimiento: a ella nunca la ha amado así. Esta nueva certeza le provoca un escalofrío, sigue inmóvil pero ahora no puede evitar el primer parpadeo después del instante interminable. Sus pestañas exprimen una lágrima que se escurre hasta su boca abierta. Matilde, apresando el tubo de metal hasta dejarse las manos rojas, respirando apenas y con todo el cuerpo frío, siente que va a desmayarse. Los pulmones poco a poco van llenándose con un aire denso y frío, helio que infla el pecho como un globo, que en vez de volar provoca lágrimas tan saladas que van raspando las mejillas al descender y un dolor en el vientre que poco a poco va haciéndose más agudo, más parecido a un pedido de auxilio, un alarido de impotencia.
El metro se detiene, el beso termina pero las caras permanecen muy cerca, él toma a la mujer de la barbilla y murmura algunas palabras inaudibles; ella sonríe totalmente abandonada en la mirada del hombre, en la frase que se adivina fácilmente como un "te amo". Matilde ha visto suficiente, sale corriendo del metro, no importa si aún está a cuatro estaciones de la suya, ni siquiera piensa ya en llegar al trabajo. Tropieza mil veces antes de lograr salir casi gritando "con permiso, por favor", sin importarle que en su fuga el hombre pudiera percatarse de su presencia y correr tras ella para consolarla, o al menos tratar de explicarse aunque ya no sirviera de nada. No se puede explicar este tipo de desesperación, que se revuelve con esperanzas inútiles tratando de negarse a ver lo inevitable y que orilla a Matilde a detenerse a mitad de la escalera hacia la salida, sólo para ver que nadie corrió tras ella. El vagón se marcha con los dos amantes aún besándose y profesándose palabras tiernas.
No sabe cómo, su cabeza no funciona, pero regresa a su casa. La vista totalmente nublada de rímel y sal, la boca entreabierta que se niega a creer, a entender; el rostro pálido, las cejas declinadas, casi juntas: dos montañas a punto de caerse para dejar pasar un estruendo de mar. La bolsa y el portafolio se resbalan desde una mano casi inerte. Matilde se deja caer sobre el sofá, el estómago hinchado, el pecho casi sin aire, los ojos enrojecidos, el peinado deshecho. De pronto una pequeña explosión, la boca de Matilde se mueve en un susurro casi en silencio: "¿porqué?", y el volcán que contiene toda su desilusión, toda su tristeza, hace erupción estrepitosamente. Suelta a llorar, empapa su cara, sus manos, la habitación se llena de gemidos, su cuerpo se contorsiona lánguido, elegante como flor en declive. La cabeza no razona, sólo siente, se sabe perdida y recuerda todo lo que no volverá, particularmente eso que más va a doler extrañar. En un primer momento Matilde siente en su garganta el nudo, en su estómago la flama derritiendo como cera su estabilidad, el dolor inaudito del amor. Se desata toda la mentira, toda la tortura de un sentimiento tan grande volviéndose hueco y lúgubre, sin sentido. Poco a poco la flama del estómago quema lo suficiente como para detener en parte el llanto, el nudo sube hasta la cabeza: el coraje se abre paso de un modo tan fulminante que Matilde no puede contener un grito de rabia.
Acto seguido, correr al baño y aún llorando vomitar: la mente sabe cuándo activarse. Mientras tose y vacía el estómago, Matilde cesa de llorar, empieza, entre espasmos, a soltar la vergüenza, el engaño, la nostalgia, la cobardía, la locura impulsiva. Al terminar se siente más tranquila, la depresión se vuelve racional y se abre paso una ira metódica, un reflejo de supervivencia del corazón.
Después de eso Matilde se lava la cara, y empieza a pensar en la mejor forma de arrojar un cúmulo de ropa y muebles por la ventana; y sobretodo de echar por la coladera todo un frasco de perfume de hombre. Aquí decide si se avienta con la ropa o si mejor cambia la chapa de la puerta; finalmente la cabeza funciona y opta por ser fuerte, seguir el camino sabiendo que nada nunca será tan bello y perfecto en la vida como para no dar un cubetazo de agua fría de cuando en cuando.