Yo supongo, y me aferro a creer, que detrás de las letras existen otras noches, otras miradas, otras verdades disfrazadas de insomnio y ciego palpitar de teclas: De repente se siente el espasmo de inspiración y vértigo, que me apresura por una hoja en blanco, como quien busca una bolsa para vomitar un poema. C H A R C O S: No era miedo

21 de febrero de 2008

No era miedo


Cada vez que obscurecía le llegaba el mismo vértigo. Siempre supo ocultarlo en la presencia de otras miradas, pero la soledad le reclamaba el insomnio. No sabía si le inquietaba caerse de la cama, que el techo le aplastara la cabeza; o que más bien, el problema fuera lograr dormir y soñar toda la noche con un precipicio del que nunca terminaba de caer.
A veces pasaba que, tras retorcerse la noche entera, el amanecer le traía un despertar intranquilo; pero, como si siguiera al borde de un peñasco, la impresión continuaba congelando de miembros hasta varias horas después. Cuando por fin lograba levantarse, era demasiado tarde para ir a trabajar, o a cualquier lado: se sentía demasiado incómodo del exterior, incluso de invitar a la vecina un café.
Por supuesto no hablaba de ello con los amigos, a sus 37 años aquel nocturno miedo al abismo no era nada sano para su vida social. Un par de veces trató el problema con reconocidos psicólogos. Sin embargo, la cosa no daba demasiado fruto:
-¿Qué imagina usted que pudiera estar provocando su molestia?
-No sé
-¿Cuándo niño tuvo usted algún trauma del que se acuerde?
-No sé
-¿Hay algún aspecto a enfrentar de su vida que le aterre?
-¡No sé!
Era difícil decidir quién terminaba más fatigado. Sobre todo cuando después de semanas de terapia, el psicólogo se recorría la sien sudorosa con el índice para llegar a la misma conclusión:
-Es complicado resolver su problema si usted no pone de su parte. Ahora que, si realmente no sabe qué puede estar ocasionándolo, lo único que puedo recomendarle es que continúe su terapia y pruebe dormir en el suelo.
Dormir en el suelo implicaba hacerle frente a la caída irremediable. Era como romper el hilo entre el vértigo y el abismo; enfrentar la oscuridad como si verdaderamente se tratara de un temor. Una noche que acomodó sábanas y cobijas en su alfombra azul, se volvió a repetir la misma plegaria: el ardid funcionaría si su conflicto tuviera algún parecido con pesadillas infantiles, con historias y canciones de niños que no podían dormir, pero lo suyo no era miedo. Miedo hubiera sido abrazar un cojín y fingirse protegido, miedo hubiera sido contárselo a todos y dormir en casa de un amigo diferente cada noche, miedo hubiera sido cambiar de colchón y poner ajos en la puerta, miedo hubiera sido más parecido a la locura. ¡Qué demencia lo convenció ahora de pasar la noche sobre el suelo polvoriento!
Sin embargo se recostó sobre su almohada a los pies del buró, sintió la alfombra áspera contra sus huesos y apagó la luz. Lo empezó a invadir algo que no era sueño. De afuera llegaban rumores de autos y el vago reflejo de faroles; sobre todo el rombo desvanecido de la luz de la luna escurriéndose por la pared e iluminándole medio cuerpo, mientras sus ojos permanecían abiertísimos. Se sentía inmensamente ridículo, doblegado a la oscuridad falsa de la noche citadina, rendido ante el vértigo que lo despojó de su cama. Y su cama… desde abajo tan imponente y alta, tan llena de metales por debajo que susurraban por un viento desconocido, rechinaban como si hubiera el peso de un cuerpo en la cama. De repente supo que lo que le invadía ya no era ningún tipo de temor, sino un presagio y se sintió de pronto tras la salvaguarda de un barandal; presentía incluso que su problema no tenía nada que ver con caídas.
Su respiración se mantenía tranquila, como aliviada de un peso. Los dedos se movieron despacio sobre la superficie rasposa, los murmullos de afuera fueron desvaneciéndose en espiral hacia un sonido uniforme, casi hipnótico. La semioscuridad debajo de la cama revelaba la sombra de una curva sutil, una cana de vejez en el colchón, un espejismo causado por una mirada un poco miope. El hombre hechizado se levantó poco a poco, un mareo hizo que su cabeza pesara más de lo normal cuando finalmente se puso de pie. Presa de una serenidad absoluta, como quien se sabe fuera de peligro, levantó los ojos hacia la cama: Acostado y pétreo yacía un cuerpo, con las manos cruzadas sobre el pecho, los párpados abiertos y sin ojos, la piel no era piel sino una corteza de momia; era él mismo. Sin inmutarse advirtió cuánto de féretro tenía la cama, cuánta pesadez de funeral albergaba la noche, de velorio vacío, de cuerpo presente. Suspiró con decisión, luego se acomodó de nuevo en el piso y durmió toda la noche.
Al día siguiente con ánimos renovados, se deshizo de la cama, instaló sobre la alfombra un agradable colchón circular y canceló su cita con el psicólogo. Si bien nunca volvió a tener problemas para dormir, tampoco fue capaz de contarle a nadie el episodio de aquella noche en que comprendió que todas esas noches y madrugadas de entropía, había sido el que se le había estado subiendo. Pero todavía más inexplicable, aún para sí mismo, fue la calma con la que a partir de entonces se recostaba en el suelo cada noche para conciliar el sueño más apacible, como sueño de niño... o de piedra.

1 comentario:

Unknown dijo...

Híjoles!!!