y volar en vez de ahogarme en el llanto de mis alas tiesas. Deberías entender que por dentro llevo metales oxidados apresando mi vista en soledad. Ojalá no ardiera la lejanía del viento, para oler diluvios que me ofrecieran una voz en vez de una visión tan desolada. Quisiera que las ventanas se abrieran, para sacar la mitad del cuerpo y agitar los brazos, cerrar por fin los ojos que el cierzo congele los párpados, descansar en el abandono del vértigo. Ojalá pudiera evitar los sueños desde esta cáscara marchita; patear los muros y huir con la obstinada lentitud de quien busca otro escondite. |
20 de septiembre de 2005
Semblanza de un encierro
Charco de
Beatriz Pimentel
a la/s
12:50 a.m.
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Huellas y charquitos
13 de septiembre de 2005
Caminito de la escuela, apurandose a amargar
Un día no como cualquiera, uno recarga su mochila, se la echa a los hombros, pesadamente; y echa a andar hacia ese penoso lugar, que como pocos tiende a hacernos perder el tiempo. Uno procura llegar de buenas, al fin y al cabo es la rutina diaria durante aproximadamente 24 años de la vida, quizá más. La sonrisa dura el tiempo de unos cuantos saludos familiares, una decena de bocanadas y unos minutos de conversaciones triviales. Aparece la primera controversia: no hay maestro, primera hora y media del día que podemos tomar como tiempo tirado al retrete. Pero hay que quedarse, faltan dos clases aún. Segunda controversia: aparecen todas esas personitas que preferiríamos no volver a ver. La sonrisa se torna en esa mueca entre repulsión y aburrimiento que decora nuestros rostros todos los días escolares. Tercera controversia: el salón es diminuto, y la gente: un chingo; nos tocará estar bien juntitos a todos (sobretodo porque nos queremos tanto), repirando nuestra sofocante mezcla de alientos en salón cerrado y contagiandonos de cualquier enfermedad que esté presente en cualquier compañerito. Imposible evadirse. Imposible no verse las caras. Imposible no hablarse. Mejor uno intenta llevarse bien con cuantos sea posible, no es tan malo, la mayoría tiene algo que decir, por muy poco. Sin embargo tras el primer intento de clase (que consiste en presentaciones inútiles y aclaraciones bastante obvias, que por lo general son otra pérdida de tiempo), después de poco minutos el encierro y el tedio, congelan la concentración y se vuelve todo un espejismo de pensamientos varios -o dormir despierto, como usted prefiera llamarle-. Observas una cara, la más odiosa, descubres con qué facilidad llega la indiferencia tras cierta lejanía; pero ahora, ante ti, tan repulsivamente cerca, es inevitable prestarle alguna atención. Y dentro del sopor académico llega una ola infecta de recuerdos horrorosos, la mayoría sepultados por conveniencia. De ahí se llega a la vergüenza-odio-rencor que uno tan afanosamente había superado, o no, realmente sólo estaba escondido por ahí. Después de ese lapso de repulsivo reencuentro con viejos odios, regresas a la clase, y con una certeza ineludible te das cuenta que esa cara estara ahí todos los días de un penoso semestre escolar. Encima de sentir tu tiempo perdido, de aguantar habladurías mal preparadas de maestros pretenciosos o novatos, de presionarte con tareas, lecturas y exposiciones, además de todo eso, vas a tener que aguantar esa cara frente a ti, revivir todos los "bonitos" recuerdos que llevas años tratando de olvidar; y peor aún, tal vez hasta tengas que convivir con esa cara. Muy pronto esa cara será también una voz, y traerá otras memorias y otro poco más de odio. En fin, toda una presencia perfectamente indeseable aunada a todas las desgracias del alumno de universidad pública que no es parte de la CUL. Demasiada bilis, señores, no es justo para el estómago. |
Charco de
Beatriz Pimentel
a la/s
9:51 p.m.
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Huellas y charquitos
7 de septiembre de 2005
De bares y antros
No soy el tipo de persona que frecuenta ya los "bares" citadinos, soy más chica de café y de raras fiestas particulares. Hace mucho que no entraba a uno de esos lugares donde la gente va específicamente a perder el sentido y un poco la identidad. No se confunda, es un lugar muy específico del que estoy hablando, no por el nombre o ubicación sino por las cosas que suceden ahí. Si uno tiene la suerte de llegar temprano, puede instalarse en el rincón, aquel desde el que se ve perfectamente como se va trasgiversando el ambiente. Siempre existe una semipenumbra en estos lugares, como advirtiendo al cliente que esta poca luz propiciará su estado alcohólico en cuanto salga del antro a enfrentarse con el alumbrado público. Poco a poco la multitud empieza a subir de nivel, como la marea sube en las grutas de la costa; de repente el aire se vuelve húmedo, casi se le puede ver. El panorama se convierte en una serie de cuerpos, o mejor dicho de cabezas y hombros, sin piernas ni pies; un conjunto difuso de cabezas sin rostro fijo, sólo uno que otro vestigio de un peinado extravagante o de lociones mareadoras. Zumbido de voces ininteligibles y por supuesto, música a todo volumen, mezclandose en el aire viciado, adornado de múltiples bocanadas que salen de aquí y allá para luego mezclarse en el techo. |
Charco de
Beatriz Pimentel
a la/s
3:19 p.m.
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Huellas y charquitos