Yo supongo, y me aferro a creer, que detrás de las letras existen otras noches, otras miradas, otras verdades disfrazadas de insomnio y ciego palpitar de teclas: De repente se siente el espasmo de inspiración y vértigo, que me apresura por una hoja en blanco, como quien busca una bolsa para vomitar un poema. C H A R C O S: diciembre 2005

16 de diciembre de 2005

NOCHE METROPOLITANA



I
Salió de su nudo de pensamientos cuando se dio cuenta que la noche lo comenzaba a rodear. Un suspiro finalizó la espiral en su mente y también sus pasos. Pero al levantar la cabeza descubrió que era incapaz de volver a su casa: se perdió en ideas sin percatarse que sus pies también se estaban perdiendo. Los murmullos de la gran metrópoli nocturna empezaron a acorralarlo: el grito agónico de un gato, el chasqueteo de un metal indefinible, el crujir de las hojas secas al ser pisadas y susurros, miles de susurros graves que crecían conforme la luna se iba posando justo sobre la cabeza del perdido, que ya se invadía de un miedo que le dejaba absorto.
II
Nicolás era una persona simple. No tenía mucho dinero, siempre distanciado de sus padres, casado, dos hijos, casi ningún mied; hombre de rutinas. Enmarañado en la ciudad que protagonizaba su vida, se ocultaba su único temor real. Con poco raciocinio, Nicolás leía el periódico todas las tardes. Se interesaba particularmente en asesinatos, secuestros, corrupción, y demás crímenes espantosos que se daban lugar tan cerca de su pequeña vivienda. Le impactaban demasiado las fotografías de las víctimas, él mismo perdía la cordura ante el hecho de ser víctima de un pequeño accidente casero.
A su punto de vista la sangre era su mayor defecto como ser humano, exhibía tan grotesco paisaje: roja, viscosa, salada y metálica; apestando a piel podrida y coagulándose cínica después de un rato. Por eso Nicolás era muy cuidadoso y pasivo, rara vez sufría algún accidente que pudiera revelar este líquido que tanto odiaba. Su vida era un pacífico y continuo hábito.
La paz terminó abruptamente un día en que su esposa pidió el divorcio. "Nunca hay dinero", "Me ignoras a mí y a tus hijos", "¡Ya me cansé!”. Ecos en la cabeza de Nicolás, a comparación de lo que sintió ante esa primera frase: "Quiero el divorcio". Cierto, el hombre era desatento con su familia; había pasado por alto los cambios y seguía tratando a sus hijos como niños y a su esposa como si existiera entre ellos un chambelán invisible. No los conocía, pero eso no significaba que no los amara, o mejor dicho, que no los necesitara. La esposa y los niños formaban parte de la estabilidad de su vida. Eran el despertar temprano, llevar niños a la escuela, comida a las tres en punto, ayudar a recoger la mesa, paseos callados y cortos, sueño frío a las nueve del lado izquierdo de la cama matrimonial. Tradiciones un poco egoístas, que revelaban esa imagen de familia como parte esencial de su mundo tranquilo.
No se podían ir, así lo decidió Nicolás, no estaba listo para renunciar a sus costumbres de esposo y padre, no estaba listo para enfrentar semejante soledad. Él tan callado y ahora que tenía que decir tantas cosas no sabía cómo. Se exasperó por no poder hablar. Comenzó a tirar sillas y a llevarse las manos a la cabeza, después pegó un grito que mató cualquier silencio. Su esposa cayó al suelo asustada. Él mirándola sin poder llorar del miedo. Calma, su esposa no se iría al menos dentro de varias horas, en lo que hacía sus maletas y las de los niños. Nicolás se puso su bufanda y salió a las calles cubiertas de polvo, esperando hallar de nuevo la serenidad.
Caminaba demasiado veloz para contener jadeos, sus pasos se le escurrían en los tímpanos y el eco de éstos sustituía los latidos de su corazón agitado, tornándose en un poderoso golpeteo que privó a Nicolás de todos sus sentidos, sobretodo de la orientación. Así pasaron horas enceguecidas por el furor, que poco a poco iban mermando una especie de respuesta, una aparente esperanza.
III
Muy pronto el temor y los ruidos comenzaron a subirle a Nicolás hasta los ojos dejándolos a punto de saltar de su rostro. Comenzó a sudar, escurrían densas gotas que le helaron el cuello y la frente. Los murmullos se transformaron en sombras, se aproximaban al claro de luna donde Nicolás se hallaba empapado en una nueva concentración de todos sus temores. Pero el mayor de todos salió entonces a la superficie: la sangre comenzó a fluir dentro de recuerdos de tantas fotografías que consumió en los periódicos. Se vio a sí mismo dentro de una de ellas, consumiendo su propia desgracia como un gran morboso que mira hasta embriagarse las imágenes más grotescas. Sintió pavor de esa repentina idea de sí mismo, sintió asco y desesperación por volver a la calma que tanto añoraba. Y fue en su misma angustia, que Nicolás comenzó a correr como fugitivo, sin fijarse a dónde. De pronto tropezó con un peldaño oculto entre las hojas, Nicolás fue a estrellarse contra una botella rota y su brazo se enganchó en ella. La sangre escurrió con rapidez, con energía, y en cantidades que no permitieron al hombre asimilar la simpleza de una herida. Comenzó a oler la piel podrida, percibió la viscosidad. Era su propio líquido el que se derramaba y él estaba demasiado pasmado para detenerlo. Impresionado, ahogado en pavor, se olvidó de respirar, y en el espasmo su corazón se olvidó también de latir.
Ahí pereció Nicolás, en un patético charco de sangre podrida en temores e inmortalizada por la página roja del periódico al día siguiente.